Hoy no disfruté la pizza. Pienso que la señorita del mostrador le echó un escupitajo. Gargajo no, escupitajo. Pero no quise comprobar mis sospechas de estafilococos dorados, ni de estreptococos hemolíticos; ni siquiera del ébola.
Aunque estoy segura de que había rabia. No el virus, más bien el estado rabioso. Y no, no era un azar estadístico. Existía un afán perverso de dispersar los champiñones. Áreas completamente pobladas, marcaban una notable diferencia con el vacío de otras.
¿Y qué decir de las aceitunas? Su hallazgo era escaso, casi imperceptible. El regocijo visual del contraste verdoso con el tono marfil del queso, se mantuvo ausente.
Cada trozo, enturbiado por la ira, por el horno. O mejor dicho, por el horno de la ira.
Aunque estoy segura de que había rabia. No el virus, más bien el estado rabioso. Y no, no era un azar estadístico. Existía un afán perverso de dispersar los champiñones. Áreas completamente pobladas, marcaban una notable diferencia con el vacío de otras.
¿Y qué decir de las aceitunas? Su hallazgo era escaso, casi imperceptible. El regocijo visual del contraste verdoso con el tono marfil del queso, se mantuvo ausente.
Cada trozo, enturbiado por la ira, por el horno. O mejor dicho, por el horno de la ira.